Noche Culiá



Por Pablo Vanni

Cuando entré a la Universidad logre compensar las deudas conmigo mismo. Valía la pena ser una persona como yo, o bueno, trataba de convencerme de aquello. Periodismo no era tan malo después de todo.
Aunque, de todas formas, en ese tiempo era un seguidor de Fuguet, por lo tanto justifico que pueda haber cambiado de opinión después del tiempo que ha pasado.

Ahora mismo me preparo para salir, es verdad que me he vuelto un misántropo de primera línea, pero eso lo puedo arreglar. El recuerdo de Soledad solo vuelve en las noches para atormentarme, aunque a ratos me da por tratar de recordar el por qué de nuestra  mandada a la cresta. Es difuso en realidad, y eso no quiere decir que no lo recuerde, lo recuerdo tanto que me quema la piel cuando lo pienso, si no que estaba tan ebrio la última noche que nos besamos, que recuerdo más el ahogo del vomito/llanto que el roce de sus labios. Joder, me pondré una mejor cara para esta noche.
Pido una botella de vino y me siento junto al Pablo, uno de los pocos compañeros de carrera con los que aún hablo, es un chico alto, delgado y de facciones más bien toscas, tiene la misma costumbre de escribir, aunque su mayor defecto bajo mi juicio, es su maldita manía de intentar ser un hijo de Bowie, y todo lo que ello signifique. Algunos los llaman Hipsters .
De cualquier forma, el hijo de puta bebe como un condenado, y fuma de mis cigarros en un rito repetitivo, el insiste en que fuma mucho, pero que no gasta ningún peso en ello. Quizá me haga el tiempo de pasar un día con él y saber cómo carajo lo hace.
La cantina está llena para ser un día jueves, puede que sea por la noche de poesía que se prepara, y las promociones más convenientes, lo que deja claro que la gente que va a este tipo de encuentros no es más que una masa sin dinero.  Miro un rato la nomina de lectores de esta noche, no hay nombres muy interesantes, un tal Orlando Saavedra, otro tipo de apellido Mullër, y una mujer llamada Andrea Apablaza. Mierda, debe ser otra gordita llorona, a la que la organización llama por falta de gente, o para guardar lo mejor para el final, de cualquier forma, beberé lo suficiente para no darme cuenta.
Pablo destapa otra botella, mientras el aire se inunda por la cursilería hecha prosa del tipo de apellido Müller. Orlando Saavedra, el que leyó anteriormente, fue soportablemente decente en recitar sólo dos textos y largarse a seguir bebiendo. Puedo dilucidar algo de lo que lee este tipo, a decir verdad solo entiendo las cosas más textuales, lo demás se encuentra dentro de la cabeza del emisor, ya noto que habla sólo, dado que los concurrentes miran las mesas, las botellas, sus acompañantes, y hasta algunos hablan a gritos, tratando de sofocar la molesta lengua de Müller que no para de moverse.
                -Mierda, ¡que bodrio! – exclama Pablo mientras se bebe la copa “nosecuantos” de un sorbo, quizá si nos hubieran encontrado en nuestros tiempos más “Punk”, probablemente habríamos lanzado la botella al escenario, y comenzado una de las tantas trifulcas correspondientes a un  sábado por la noche, antes del Domingo destinado al estadio por la tarde.
                -  Este poetucho infecto – insiste Pablo- no hace más que llorar sobre sus  Ángeles ebrios ,  el pueblo pobre, que por cierto no lo conoce, y ha dicho como 4 veces “violeta parra” y “Pablo Neruda”. Que mariconada, que maldita y estúpida mariconada.
                - Dale una oportunidad Pablo, fácilmente podrías estar tú allí arriba, y probablemente a los que le gusta esta mierda te estarían desmembrando. Recuerda que las Gruppies de pantalones pitillos están aún vivas. ¿Acaso no recuerdas a esas fans de Gepe que quisieron matarte por tirarle un escupo en el acto de la Plaza del Pueblo?
                -Si, como si fuera ayer, pero se lo tenía merecido. Por ponerle música a los lloriqueos de un burguesito que quiere ser proleta.
                - Dale una oportunidad, a mi me gusta.
                -No seas maricón.
Müller (por fin) termina de leer, se produce una pausa, suena de fondo un grupo de Jazz que no conozco (a decir verdad no conozco ninguno).  Estoy algo mareado, me muevo al baño. Choco con un tipo en la puerta y me deslizo hacia el urinario.
Meo tanto que parezco una vaca en verano,  la sacudo, me levanto el cierre, y voy al lavamanos. Mientras me seco las manos miro el espejo, explorando mi cara para encontrar alguna anomalía. Nada por el momento.
Saco la tirita de esta noche, y me tomo el Clonazepam. Lo sé, no debería beber si se supone que estoy en tratamiento, pero cuando dije que iba a salir lo dije en serio. Estoy arto del jugo de frutas y la Pepsi.
Salgo, Andrea Apablaza ya lee sobre el escenario (improvisado) del salón rojo (una cantina con fotos de Fidel y demases, donde por supuesto, predomina el color rojo).
Lo que escucho no me parece mal, a decir verdad, me parece bueno, digerible, y la voz de la mina lo convierte a ratos en algo excitante. Me es difícil repetir lo que escucho, lo más probable es que sea por la borrachera.
Me siento, Pablo ya se sacó los lentes y escucha tan atento que me da miedo. Piensa, se sonríe, e incluso me atrevo a decir que se sonroja.
                -Parece que te gustó- le digo en un tono complaciente.
                -Bastante, además, tiene unas tetas fenomenales.
Me rio. Así es Pablo Vanni, cuando una mujer lee, es difícil que este se dé cuenta que está frente a la nueva generación de la Poesía Chilena. Ni aunque la tuviera frente a su radicalista nariz.