Pulp de Bukowski se da un par de vueltas en mis manos, mientras el metro se mueve de un lado a otro en un vaivén lento, molesto, y de fobia para cualquiera que sufriera apnea respiratoria, si es que ese es el nombre del síndrome que trata simplemente de sentir que te estás ahogando, como en una piscina con agua hasta el cuello.
El carro va lleno y realmente no tengo las ganas suficientes para ceder el asiento. Son las 7:30 de la tarde y el hedor de los empleados públicos y privados, de los estudiantes Universitarios y secundarios, y el mío, apesta todo el lugar con un sentido enorme de una jornada agotadora. Ese sudor acumulado del día, que no tiene nada que ver con la brisa refrescante de la mañana.
Hace tiempo que no viajaba y tampoco tenía la intención de hacerlo. Afuera el día está nublado y éste ha sido un invierno realmente crudo; tengo pocas razones para salir de mi círculo habitual.
Mi Padre muere por enésima vez, probablemente otra de sus enfermedades inventadas a partir de la enfermedad que realmente tiene. Un cáncer que para muchos es una bendición, y para otros como yo, es la maldición que nos hace seguir viéndonos. No soy un egoísta insensible, pero tengo la cualidad de ser honesto, al menos conmigo mismo.
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