domingo, 16 de septiembre de 2012

Los costos personales de la milésima de segundo anterior



Por Carlos Peirano
(Octubre 2007)

Al despertar (¡como si despertara!), Almarza, portento generacional, ávido consumidor de lo que venga, ve desde la ventana de su habitación unos cinco centímetros de mar, verticalmente. Esto quiere decir que su visión se ve limitada, que la majestuosidad del paisaje que ofrece el pacífico se ve cubierta, casi en su totalidad, por los murallones de las viejas fábricas abandonadas y por uno que otro edificio de departamentos; salvo esos cinco centímetros de paisaje marino que estimulan su imaginación, verticalmente.

Al despertarse, Almarza coge del velador su vaso con agua y un paracetamol que traga con avidez. Su resaca es una resaca cruel de mediados de abril. Su cuerpo es una masa informe que exuda licores vaporosos a través de las axilas y sus intenciones, las primeras de esa fría madrugada, son las de un hombre necesitado de afecto: se dirigirá, no sin antes meditarlo, a uno de los tugurios clandestinos ubicadas en el extrarradio*.

Almarza hurga en su chaquetilla de tweed como un desesperado. Busca en sus pantaloncillos raídos de un color similar al beige meado y luego hurga en el bolsillo de la camisa. La desesperación de Almarza se eleva a los cielos, al techo, cuando ve a la vieja usurera entrar por la puerta de su habitación con cara de usted me debe una explicación, llegó armando riña con los otros pasajeros (así llama, no sin cierto decoro, a los otros vagabundos que ocupan las piezas de la casona), blasfemó y escupió para luego desmayarse: patético. Y Almarza, que en la replica deja entrever su nerviosismo dice, permiso señora, me retiro; me siento enfermo, después le damos a la lengua. Qué vulgaridad. Silencio, dice, como queriendo decir otra cosa, la vieja usurera.

Es la madrugada y la vieja Almarza camina a regañadientes, patética. Y las masas obreras adoradas se dirigen a sus puestos de trabajo y los estudiantes al patíbulo suspendido en las aulas. Almarza lo sabe, tan sólo cinco centímetros que, paradójicamente, se ensanchan en su miserable recuerdo: esta gente va directo al matadero**.

Entonces Almarza toma un bus a no sé dónde, tiritando.

Y la vieja usurera coge de la habitación de Almarza las pocas pilchas del vago y las tira a la calle en una maleta de cartón. Menos una Biblia que la deja en la mesa de centro, para la suerte. Mala suerte dicen los pasajeros, vagabundos que apestan. Jóvenes y viejos olvidados por sus familias que se retuercen con el café y el pan con mortadela, en la mano. Café que sirve la vieja usurera con sus propias manos. Manos que son una callosidad enervante: un deleite para el que con ellas sea masturbado.

Y ahí mismo un apuesto galante desempleado se levanta de la mesa y coge la pequeña Biblia de Almarza para destrozarla, se le ve en la mirada, frente a sus contertulios. Esa trouppe de ancianos que odian a Dios padre, los desamparados: de ellos será el reino de los cielos. Y algunos, los más entusiasmados, baten palmas aleonando al gañán que mira fijamente a la usurera, que eructa de los nervios que le provoca ese muchacho hecho a mano: una escultura griega en medio de un pantanal de mierda.

Caen los salmos uno a uno, para detenerse en el sesenta y nueve. Todos sin excepción gritan eufóricos. Las tazas de café se derraman sobre las tostadas, el mantel absorbe las lágrimas de alegría de los asistentes. Los asistentes son una jauría que clama por una nueva vida donde reine el descontrol y la usurera presiona a través de la falda su clítoris lubricado artificialmente, sin quitarle de encima la mirada a ese griego de mármol que comienza a tener una pálida erección. Cae la Biblia al suelo destrozada y la jauría se abalanza sobre las páginas para escupirlas y engullirlas mientras la usurera tiene su primer orgasmo en años; se corre chillando como una cerda, dirá con posterioridad en una cena que imagina apenas, la vieja usurera. Luego el muchacho corre al baño para finalizar su acto tirando la cadena. Y los perros son expulsados.

Almarza ingresa a un tugurio, (¡como si ingresara!) toma asiento y pide una caña que bebe de un sorbo, casi ahogándose: lagrimeando. Pide la segunda sin reservas y hace gala de sus conocimientos frente a una galería imaginaria. Farfulla palabras que se ven proyectadas en el entrecejo del cantinero que está hasta más arriba de la coronilla con ese vejete que delira, cómo explicarlo, sustancialmente. Pero le sirve al viejo una caña tras otra hasta que cierra los ojos sobre la mesa inmunda. El cantinero se acerca para hurgarle en los pantalones y encuentra su recompensa: algunas monedas y un reloj pulsera humedecido por la orina que le corre por las piernas. Luego, y contra todo pronóstico, el hombre lengüetea sus manos, y el reloj pulsera, para volver a su puesto de trabajo. Ahí queda.

Almarza parece que despierta luego de un sueño tejido con las fibras de una dilatada pérdida: sueños de niños que lo apedrean por que él intenta tocarles los testículos saboreando la palabra antes de tiempo. Pero el vieja Almarza sigue enchufado a su taburete meado por completo. Su tiempo de reacción ha disminuido considerablemente los últimos tres meses; meses fríos que por una mal entendida solidaridad ha pasado en la vieja casona colaborándole a la vieja usurera en lo que esta disponga. Una mujer caprichosa. La vieja usurera calienta braguetas sin calentar a nadie y lo tiene a Almarza de esclavo, así, con todas sus letras: caprichosa calienta braguetas, la vieja azarosa.

Y lo sacude el puño del hombrecito de la barra: el cantinero. Almarza se quita las gafas para reconocerlo diciendo un nombre que llega como el rumor costero de las embravecidas olas del pacífico (esos cinco centímetros, exclusividad de su memoria fotográfica) a los oídos de una lectora atenta: Lorania Corpes, la prostituta del barrio***.

Y el cantinero se hace una idea equivocada de la Corpes y la increpa. Tú, puta -dice relamiéndose, acariciando su pequeña verga- ya te vaciaron la matriz, ¿quieres que te desemboqué por las cuencas el seso pútrido que albergas en esa cabeza? Dedícate a lo tuyo, este viejo me pertenece.

Al Almarza se lo pelean, piensa Almarza relamiéndose, imitando el gesto de su verdugo, identificándose por un momento con ese muchacho que es un aparecido: un mal nacido. Sírveme otra caña de blanco, pendejo. Y la caña vuela como vuelan los pájaros del hemisferio norte: norte de una civilización ajena en la práctica, un verdadero enjambre de ideas, en teoría la base –bases que día a día tambalean- de nuestros conocimientos. Y Almarza nuevamente se ha situado en su tara de esparcimiento: el monólogo que saca de quicio al resto de los patibularios. Salvo Lorania Corpes, la prostituta del barrio, que ve como de reojo en esta performance una posibilidad única. Síntoma de la escapatoria. Y se agradece esta posibilidad, sólo queda persignarse; toquetearse un poco.

La puta se acerca tibiamente al borracho y es parada en seco por el hombrecito de la barra. El resto es historia: la puta termina en la calle con el labio descuajaringado y una teta colgándole afuera de la blusa desteñida****.

Pero no dramaticemos. Todo está en orden desde el punto de vista del cantinero y Almarza ha despertado, pese a todo. Palabreando llegan a un acuerdo, los cerdos. Se despiden para reencontrarse canjeando esas miradas cómplices; un rictus que cierra la temporada. Almarza desaparece en medio de la polvareda de la tarde, reapareciendo. Así es el tiempo, se dice, resignado; mintiéndose.

Y los comentarios del cantinero no se hacen esperar: comienza por jactarse del robo del reloj pulsera, una baratija digna de los galones que encumbra el viejo, esa puta; antigua roña. Una porquería que hiede, el valor sentimental de una pieza que uno se pasaría por el culo si no estuviera meada. Luego, enarcando una sonrisa, se desvía para maltratar a su hígado castigado con una copita de aguardiente. Y continúa su semblanza: qué deshecho de hombre, una alpargata. No tiene cojones, es un cobarde.

El hombrecito de la barra se dirige, sorprendentemente, a la galería imaginaría. Eructa y mueve sus brazos: brazos hechos a la medida de una servidumbre que abarca a generaciones de borrachos, a familias completas que ven en ese oficio al típico huevón mediocre. Y el cantinero si no lo sabe, lo intuye. Es un desgraciado. Jactándose de nada, su mala conciencia termina por abrumarlo*****.

Almarza vuelve a la casona. Con estupor reconoce su maleta tirada en medio de la acera entre envoltorios de golosinas, cagadas de perro y vómito. No consigue entenderlo; golpea con vehemencia la puerta de calle. Una y otra vez, aumentado la violencia de sus golpes. Toca el timbre, también. Y aúlla.
Almarza vuelve a intentarlo pese a que intuye, o lo sabe, que todo ha finalizado. Para él como para su contrario: el cantinero.

De pronto la puerta se abre (¡como si se abriera!) y esa apertura deja entrever un espectáculo macabro, la sala de estar resplandece. Ni rastro de los pasajeros. Sólo algo que cruje aparentemente: obleas que se quiebran en un segundo piso que carece de mobiliario. Almarza se ve embargado por una inquietud indescriptible, escupe frases sin sentido, solidariza con su miedo. Su presencia turba la tranquilidad de la casona. Sabe, o intuye, que es un huésped indeseable, un agente externo: la enfermedad que contiene enfermedades aún peores.

Una tormenta se cierne sobre la casona y Almarza no puede eludir sus culpas, es el responsable. Camina sobre un lago, quedamente; no pretende hundirse. Se planta frente a la escalera con una disposición tristemente incorregible, tararea una canción. Arriba se escuchan las embestidas de alguien que ha perdido la razón. La escalera es una posibilidad disminuida, una extraña inspiración, el oráculo para un cobarde. Como en un movimiento zigzagueante las embestidas aumentan su intensidad. Ruge la casona. Ruge el relato inacabado de Almarza.

Ya en el segundo piso, Almarza experimenta el horror de una inesperada erección. Su pantalón, humedecido por la orina y el rocío de la mañana, comienza por abultarse tenuemente hasta alcanzar proporciones desoladoras. Su verga, como un sable que hurga en las trincheras de la tela, gotea una espesa circunspección. Almarza ríe nervioso y da pequeños saltitos para ocultar su vergüenza: la impúdica herramienta que devela toda su perversión.

Ahora Almarza se dispone a abrir la puerta desde donde provienen los leves chillidos de algo que bien podría ser una mujer o una perra pariendo. Esto es lo que piensa Almarza, que ha terminado por eyacularse como un ahorcado.

No existe una razón aparente para que Almarza, nuestro queridísimo guía, abra esa puerta que es un pesado dispositivo de maderas que vienen desde lo alto del canto y acaban contra el piso que posee alguna solemnidad expresada en los brillos opacos de la cera que cubre no sin rencor crímenes atroces. No es un dilema. La exasperación del protagonista se evidencia en sus movimientos: los de un borracho que abre la puerta y entre las brumas logra ver algo así como cinco centímetros de mar que son también la luz del exterior que revela las siluetas de una muerta y un hombre que llora a su costado.

FIN

* “Mi queridísimo Almarza, hijo de la gran puta, me debe la vida y un par de tragos. Se lo recuerdo porque su memoria es fragilísima, como esos cristales que trabajan los artesanos que vienen del Brasil; esos caníbales que van de a poco disminuyendo el tamaño de su cabeza. Espero que se entienda lo que digo: básicamente me debe la vida, viejo con olor a roña, zorra mal parida.”
** “Afírmate vieja, tu estadía en el hospicio la tenemos grabada a fuego; esos agujeros negros. Tu boca. Esas oraciones que se escuchaban: en el fondo, y finalmente, una arcada. Afírmate que viene el Lobos con la porquería esa que servían en los platos, los mendrugos de pan decorados con moho. Toda la coquetería del Lobos, ese auxiliar maricón al que le gustaba sodomizar infantes de marina. Tan educada, la huevona.”
*** Es necesario creer para crear desde la nada, desde ningún sitio. Yo me propongo a la creación omitiendo mis rasgos, cualquier atisbo de personalidad: yo soy un esclavo. Dos mil años de cristianismo hacen mella aunque no se quiera. Es necesario, digo como la necesidad de la bebida. ¿Qué veo proyectado, y a través de la vidriera? El reflejo nacarado de la pérdida.
**** Una música final me entonan los ángeles desde sus chozas. Palabras mayores: el estipendio moralizante.
***** Lo único a lo que podría aspirar un amante del relato breve es a que vuelva Lorania Corpes, la prostituta del barrio, para chupárselo tras la barra, al desgraciado. Qué ejemplo de hombre: un cantinero mediocre como todos; lamentablemente, es un sello de aguas estancadas.

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