viernes, 4 de septiembre de 2009

18


Érase una vez una princesa que a primera vista parecía un ser contradictorio. Contradictorio pues gustaba vestir ropajes oscuros que inevitablemente hacían contraste con su piel extraordinariamente blanca, casi brillante. Quizás el color era metáfora de su alma, la cual era responsable de su extraño don. Ella sin quererlo, o sin saberlo era capaz de llenar de vida tan solo por la acción de sus manos con vida a todo aquel que quisiera recibir esa sensación cobijante.

La princesa parecía inocente, pero lo compensaba al estar dotada de una inteligencia que parecía sobrepasar la comprensión de un mortal. Una inteligencia que le permitía día a día demostrar al mundo que era una aventajada hija de Gaia. Ella podía estar orgullosa de su hija. Su hija simplemente lo llenaba todo y lo hacía de tal forma que su brillo era más que suficiente para iluminar hasta el más recóndito rincón de la dimensión de quien quisiera recibir aquella luz.

Un día alguien quiso recibirla. Y sintió valedero viajar cientos de kilómetros para comprobar si aquel mito que su corazón le contó era cierto. Y la sorpresa -por cierto, anhelada- fue mayúscula cuando sus labios se fundieron en un beso. Con eso era más que suficiente. La magia surgió y la fé tuvo su recompensa, pues ambos conocieron la razón por la cual todo eso era posible, y es que su madre, sabiamente, creo una fuerza superior que unió sus esencias para que pudiesen transformar algo onírico en algo real.

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