
Siempre he sentido una blasfema atracción por la mujeres vestidas de monja. Hay algo me hace pensar que no llevan nada puesto debajo de esa indumentaria “santa”, y eso me excita bastante, ¿la causa? Acá les escribo una teoría:
Supongo que en otra vida, un día cualquiera me encontré en alguna catedral perdida de un tiempo lleno de brujas incineradas e inquisidores españoles, supongo que me encontraba rezando de rodillas ante el altar, concentrado en mentir y dar la impresión de tener muy buenas voluntades para con la iglesia. Mientras tanto, no paraba de mirar de reojo a una joven monja que se encontraba de rodillas a unos tres metros de mí. Sus piernas flectadas y carnosas denotaban sutiles curvas de mujer, escondidas tras el género blanco de su atuendo. Sus manos apretadas entrelazaban los únicos dedos que podían recorrer su joven piel, piel blanca de blanca monja castellana, sudada bajo el calor del verano. Su cara estaba iluminada por el vitral de una virgen perdida en el tiempo. Sus ojos cerrados, escondían pecaminosas confesiones al espíritu santo, y con mi vista forzada entre párpados a medio cerrar, noté que entre sus pestañas se coló el débil brillo de sus pupilas. Era un buen indicio, sus pupilas estaban apuntando en mi dirección, ella también me miraba de reojo.
Giré la cabeza para observar el entorno, en el pasillo y los pilares de la catedral no había nadie, sólo nos encontrábamos nosotros la divina trinidad.
Abrí los ojos y la miré la cara. Sonrío; le sonreí. Me levanté, ella siguió sentada con sus rodillas pegadas al piso, sus manos no se movieron, ahora sus ojos estaban abiertos, pero mirando en el piso.
Mis pasos resonaron en la catedral, la acústica eclesiástica delataba mis movimientos, amplificaba mi fogosa tentación. Llegué a su lado y con un rápido movimiento se levantó: me agarró del cinturón y con el índice me tapó la boca mientras me arrastraba hasta el confesionario.
Caí en el asiento del cura, con mis gruesas manos levanté su túnica, y tomé con fuerza sus muslos, le mordí el cuello. Le arranqué las mantas que llevaba por ropa interior, y sus caderas empezaron a menearse suavemente mientras con mis dedos daban delicados masajes a su entrepierna, y con mi mano izquierda no dejaba de rozar sus sudados pechos desnudos. Su respiración entrecortada retumbaba en mis oídos como el canto de un ángel que me arrastraba con cada movimiento de caderas hasta el paraíso.
Supongo que algo así debe haberme llevado a sentir esa fetichista atracción por las mujeres vestidas de monja, esa idea me gusta, aunque me han dicho que sólo soy un maldito fetichista.
1 comentario:
oh my god!
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