lunes, 5 de julio de 2010

Las hormigas me dijeron que Julio no brillaba

La micro iba llena como de costumbre, eran las diez de la noche no era tarde como para ir tan ansiosa. En la casa morada de la avenida argentina me esperaba el julio, ya no quería verlo más pero era capaz de aguantar esa noche y a sus amigos (esos weones que no hablaban nada interesante) por un buen par de pitos. Tuve que darle la mano y hacerme la simpática, mientras todos tomaban los copetes cada vez más cabezones. Pero yo no quería tomar, quería drogarme. Desaparecer de esta mierda de planeta. Los profesores y mi familia eran las sombras que veía cuando me había inyectado morfina hace unas semanas atrás. No quería saber más de todos.

Habían pasado dos horas, la Carmen me miraba con la misma angustia por fumar, que la que muestran los perros cuando está lloviendo. Y a mí, las neuronas se me hacían agua. Nos fuimos al bar de mala muerte esperando que ahí entre medio de las luces, la transpiración y el olor a sexo casual, al fin prendieran un pito, no importa de qué mata, sólo sacaran uno. Ninguno de los presentes se motivó. De repente, con la blusa desabotonada apareció la Vero, era mi salvación. –¡Sofíaaa! Ven a fumarte unas piteaítas conmigo- Listo, era lo que quería escuchar. Me fui con ella, y dejé a todos. No los vi más. La Vero sacó de la billetera un pito chico lleno de scan bien dulcecito. Me fui a sentar a un parlante donde los pies me quedaban colgando, y al ritmo del drum & basse me fui olvidando de mi, de los demás y de mi cuerpo. Eso era lo que buscaba. Después de un par de minutos (una hora para los que no disfrutaban de mi volá) mi cara se empezó a llenar de hormigas caminantes que querían colonizar mi cuerpo. Dejé de sentir mi rostro y mis brazos. Sólo podía escuchar el bajo de la música que salía por mi asiento parlante y que me retumbaba en los ojos. No dejaba de mover los pies, sentía que si paraba dejaba de respirar y me moría. Mientras, pensaba en que sólo con una piteada me habría bastado. Las luces se encendieron y un guardia me pidió que dejara el lugar, mi boca estaba seca y no podía coordinarme. La voz salvadora del Julio me sonó a ultratumba y sus brazos paternos que me dejaron en el colectivo fueron lo último que supe de él ya no me interesaba. Si al final mi buen viaje no había sido gracias a sus pitos, así que nada me amarraba (ni me volaba) a él.

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