
Tomaba su sábana una y otra vez, entonces la doblaba en cuatro pliegos para luego estirarlas y volver a empezar. Así se pasaba horas, días, meses. Sola, siempre muy sola. Esa mirada perdida en el alto techo. Silenciosa. Vacía. Hacía años que nadie la visitaba y su mente sólo se reducía a pensar en cómo volvería a quitar y poner esa sábana blanca sobre su piel. Con sus manos púrpuras y su piel gastada, con el cansancio de su pelo y el temor de sus párpados... desde el fondo entonces grita y pide auxilio, o más que eso...pide un gesto afectuoso que logre sacarla de la rutina. Pero nadie escucha, nadie le pone atención. De vez en cuando la única persona que se acerca y le toca la piel es una mujer vestida de blanco, quien le arregla el tubo del suero o le toma la presión, pero eso no es amor, es sólo trabajo. Entonces, nadie la escucha o quizás, nadie la quiere escuchar. Es casi un objeto más del paisaje de aquella habitación, así como los cuadros y las ventanas que nunca dan luz. Es casi como eso, pero no lo es. Lo es para quienes no quieren ver. Entonces, entonces... comienza un nuevo día, y es la décima vez que despliega su sábana para volver a doblarla esperando que pasen las mañanas y así los días, de vez en tanto cambia un poco la rutina y se acaricia las manos, pero siempre, siempre es lo mismo. Blanco, todo blanco.
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